La web está llena de consejos. El mundo digital
es casi un consejo permanente y multiforme encarnado en listas de lo que debes
hacer y lo que no debes hacer, lo que indica de manera simple que detrás de
todo ello hay un “consumidor”, el que clica en todas esas páginas baratas de
refrito superacional: un “consumidor” que, esencialmente “no sabe lo que hacer”
y que prefiere que se lo digan antes que salir a buscarlo con esa vieja arma
algo oxidada ya del sentido común.
Un paseo de minutos nos arroja, sobre el tema de
la pareja, un aluvión de obviedades más o menos articuladas: no guardar
secretos, no dar las cosas por hechas, sacar tu verdadero yo, confiar en el
otro, aprender a comunicarte y otra serie de vaguedades.
Normalmente, la sinceridad por delante. Fácil de
decir. En contra de algunos de estos tópicos –aunque tópico en sí mismo– el
doctor Peter Pearson (del Couples Institute de California) sostiene en su
reciente estudio que los “intereses similares”, el deseo físico y otras obviedades
no son lo más importante para el triunfo de un proyecto de pareja sana de largo
recorrido. No los descarta, desde luego, como factores benéficos, pero opina,
desde un punto de vista quizá mercantilista, pero clásicamente agudo, que lo
importante son los valores.
Los “valores
nucleares” que pueden sostener una relación larga tienen mucho que ver con la
definición de “ambición” de nuestro diccionario
"¿Valores?", se preguntará el lector,
"¿qué era eso?" No se asusten, no se habla aquí de los “valores morales”,
de ese conjunto de normas interiorizadas por el ser humano (parte viniendo de
la costumbre, parte de la propia experiencia, en una amalgama siempre
conflictiva) que nos dotan de una percepción particular de lo que está “bien” y
lo que está “mal”. Pearson, pragmático en extremo, postula en cambio una idea
de valor que (como se puede ver en esta entrevista con 'Tech Insider') se
parece más al concepto tradicional de “ambición”.
Decía el filósofo Antonio Escohotado que “sólo
las culturas funerarias tienen academias de la Lengua”. Como somos una de esas
culturas, de vez en cuando está bien recurrir a esa academia en busca de
nuestras definiciones colectivas, quizá equivocadas, pero siempre sintomáticas.
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La RAE define “ambición” como el “deseo ardiente
de conseguir algo” o la “cosa que se desea con vehemencia” (sean el poder, la
riqueza, la calma o cualquier otra). En cuanto a “valor”, en ninguna de las
acepciones se acerca la Academia a la hipótesis “moral”, si bien trata la
económica con profusión. Una de las definiciones, es, sin embargo, “cualidad
que poseen algunas realidades, consideradas bienes, por lo cual son
estimables”.
Bien, en el concepto de Pearson, los “valores
nucleares” que pueden sostener una relación larga tienen mucho que ver con la
definición de “ambición” de nuestro diccionario: aquellas personas que “desean
ardientemente” conseguir lo mismo, que “desean con vehemencia” lo mismo, tienen
más probabilidades de mantener una relación duradera y fructífera que aquellas
que, compartiendo afinidades sutiles y sexo perfecto, difieren en esa ambición.
Dime a qué
aspiras en la vida
“El tirón hormonal que sientes cuando ves a
alguien que te atrae puede parecer el factor más importante al principio”,
argumenta, “pero esas reacciones químicas 'se difuminarán con el tiempo',
mientras que tus valores nucleares seguirán ahí”.
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“Tener
intereses similares y hobbies parecidos puede ayudar”, sigue, “pero aunque sean
distintos, esos hobbies y actividades pueden negociarse, mientras que los
principios fundamentales no”. Unas cosas, pues, se desvanecen inevitablemente,
otras se negocian: sólo compartir lo inmutable es necesario. Y ese elemento
“inmutable”, o al menos realmente duradero, es la ambición, esa colección de
“intereses” que no pueden ser asimilados al “hobby” o a la “afición”, sino que
forman parte esencial de tu personalidad (al menos en un sentido neocapitalista
de la personalidad).
“Si tú
prefieres las pelis de crímenes”, ejemplifica, “y tu compañero las románticas,
se puede negociar como adultos y llegar a acuerdos sobre el tema. Sin embargo
si tu ambición vital es hacerte rico y a tu compañero no le importa nada eso,
podrías encontrarte con problemas”.
Dos personas que no se conocen bien pueden
acabar negociando las nimiedades fungibles de la existencia, hasta llegar a un
punto aceptable para ambos
Él mismo, dice, ha tratado a parejas con ese
problema: “En un caso, él estaba construyendo una casa enorme con vistas sobre
el mar, y ella no quería gastar dinero en aquella cosa ostentosa. Ella sentía
un enorme desdén por aquel proyecto que para él era el sueño de una vida”. No
sabemos cómo terminó el 'affaire', mal, suponemos. En todo caso, Pearson
advierte que sin compartir ese elemento, la entente “no va a funcionar, y todas
las cosas pequeñas crecerán hasta tener unas proporciones enormes”.
No es su postura muy distinta a la de los viejos
defensores del matrimonio de conveniencia, que venían a decir que dos personas
que no se conocen bien pueden acabar negociando las nimiedades fungibles de la
existencia, hasta llegar a un punto aceptable para ambos, mientras compartan la
raíz de una ambición mayor.
En aquellos casos, la ambición mayor era
proporcionada por la familia, no había ni que preocuparse de construirla
personalmente. En el caso de Pearson, al menos concede al individuo su
capacidad para “el sueño”. Una versión americana de la compraventa, pues, más
fácil de tragar y no exenta, en fin, de cierta razón, una vez superada la
programación sentimental a la que nadie es inmune.
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